lunes, 16 de abril de 2007
Padre después de los cuarenta, 1
Un día mientras Amanda estaba aún embarazada, no recuerdo el mes, pero ya cerca del día del parto, leí una entrevista que le hicieron a un actor. Un par de veces mencionó la experiencia de ser padre después de los cuarenta, en ambas habló de ello en forma neutral. No me acuerdo tampoco de las palabras exactas, si recuerdo que no habló de ello ni para bien ni para mal. Izel tiene nueve meses, presumo que los mismos que tendría el vástago del actor mencionado. Ahora duerme después de un berrinche a los que, supongo, poco a poco nos vamos acostumbrando. Mi mujer y yo trabajamos, ella además de ser profesora de ingles en una academia, es representante de Los Pacos, el trío del que formo parte. ¿Yo?, pues eso, soy escritor y músico. Ambos trabajamos en casa por la mañana. Hemos tenido que repartirnos los días de la semana para poder trabajar uno y cuidar al bebé otro. Mis conciertos, al menos por ahora, han quedado vetados para Amanda. Llevamos más de seis años juntos; durante los cuatro primeros, el apetito sexual era más importante que cualquier otro tipo de apetito, el primer año, llegamos a contabilizar 763 coitos en un año, un promedio de 2,09 brincos diarios, los tres años siguientes no bajamos de 500 por año. Después, planeado y deseado, el embarazo y sus consecuencias. Razones medicas, psicológicas y otras a las que aún no les encuentro nombre, levantaron una presa en la arquitectura de nuestra vida sexual e hicieron del caudal de sexo una gotera. Parajódicamente, el embarazo es una etapa en que las mujeres poseen una belleza sólo comparable al cobalto del cielo de Oaxaca un verano a las seis de la tarde. No es falta de deseo, es falta de tiempo. Tiempo y la cabeza en otra cosa, al acecho, por ejemplo. Mi mujer tiene treinta y tres años y está buenísima, yo sigo babeando cuando la observo de espaldas y pienso en todo lo que aún nos queda por inventar. De pronto Izel llora porque aún no gatea y no alcanza el oso de peluche marrón que le regalo la tía Helen. Alguien tiene que alcanzar el oso antes de que el bebé se tense y arme un pancho, que llevaría más tiempo sofocar, que el que lleva acercarle el oso al pequeño. Cuando le das el oso, él te sonríe y te abraza y se te olvida todo, hasta el motivo por el cual la baba continua manando de tu boca. Cuando duerme por la tarde se escucha el silencio que se mezcla con el ritmo de nuestra respiración, Amanda y yo nos miramos y acariciamos, intentando no romper ese silencio a pesar de que el corazón esté a punto de salirse. De pronto Izel explota en llanto o carcajada, dependiendo el motivo de su sueño o su despertar. De cualquier forma el corazón vuelve a su sitio y las ideas se refugian en una hoja de papel que muchas veces no encuentro entre el mar de papeles que hay en mi mesa de trabajo. Entonces vuelve el deseo a ser silencio del alma. Izel suele despertar de buen humor, eso es una general en nuestra familia, aunque en ocasiones la tensión nos juegue malas pasadas, el problema viene cuando no se despierta de buen humor. Entonces no hay mimo que valga, menos aún hacer el gilipollas con tu mejor imitación de un gorila o de BB King. Lo único peor que eso, es cuando tiene todo el día de mal humor. Sin embargo hay quien nos ha amenazado con el asunto de la salida de los dientes. Sucedió una tarde que me senté a tomar un café en una terraza, algo que es un logro las tardes que cuido del bebé, porque odia estar mucho tiempo en un café. Aprovecho que se duerme mientras caminamos por la calle, cuando deja de cantar es la señal, eso si no pasa una de esas ruidosas e impertinentes motonetillas de las que está llena esta ciudad. Entonces busco un café tranquilo y me meto. Aquella tarde el clima invitaba y encontré una apacible plaza con una terraza tranquila, cosa rara en Granada. En la mesa contigua, había un tipo con una libreta sobre la mesa y la mirada perdida hacia el fondo de la plaza, jugaba con un bolígrafo entre los dedos en actitud de escribir el mejor verso de su vida. Al tiempo que lo observaba, sentí nostalgia, decidí refugiar el sentimiento en el Llano en llamas de Juan Rulfo, pero mi hijo despertó con la maniobra de sacar el libro de la bolsa. Primero me regaló una sonrisa y los primeros acordes de su ya tradicional: Pa ta ti ta, ti ta, ti ta. Cuando llegó a nuestra mesa la camarera con el café, Izel reventó en llanto, cosa rara porque a él le encantan las chicas, y las grandes, no hay mujer a la que no deleite con la mejor de sus sonrisas. Sin embargo, aquella tarde fue diferente, no se calmó ni cuando me lo eché a los brazos. Entonces sin más ni más la mujer me dijo: Eso no es nada cuando les salen los dientes si que son insoportables los pobres. Tras esbozarle un gesto parecido a una sonrisa de mártir, me rasqué con el dedo índice la cabeza y me pregunté ¿Pobres, quiénes? Tengo la esperanza de que cuando hablemos el mismo idioma, la cosa será diferente, mucho mejor. Aunque no dejo de pensar en el correo que me escribió una buena amiga con motivo del nacimiento de Izel, que en resumen decía: Los hijos son unos dictadores. Yo me considero un guerrillero intelectual, así que espero que mi actitud haga mella en su política dictatorial. Por ahora tiene acaparado no sólo el tiempo, sino además, el espacio. Duerme en nuestra cama ya que se nos hizo fácil el asunto de no tener que levantarse por la noche a darle la teta, sino conectarlo sin tener que hacer nada más. Aprendió rápido, así que al principio pensamos que nos habíamos hecho un favor, ahora no lo saca de la cama ni Dios, pero eso es otra historia. Izel acaba de despertar y al parecer no de muy buen humor, que sea lo que tenga que ser.
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