domingo, 9 de diciembre de 2007

Santo, santo, santo



Ser santo sin estar canonizado es tan extraño como estar canonizado y no ser santo. No obstante tantos misterios, nuevos y milenarios, la santidad es un hábito divino que cotiza en la bolsa. Pero, que no panda el cúnico, para mostrar inconformidad, o hastío, siempre queda la esperanza de la condena, del demonio. Para todos aquéllos que están hartos de hacer el bien sin mirar a quién, y no recibir siquiera una nominación para formar parte de la nueva generación de beatos, ahí está el demonio, que siempre luchará contra el santo.

En la pequeña habitación de paredes azuladas, respiraba hondo, inhalaba y exhalaba, sentado sobre una camilla, mientras terminaba de atar el cordón de la máscara azul metálica. De un salto se colocó frente al espejo, que cubre toda la pared, descolgó una enorme capa, abrochó los dos botones y respiró profundamente, inhaló y exhaló. Ajustó los cordones de las botas azules del mismo tono que las mallas. Se situó más cerca del espejo, tan cerca que, al exhalar, el cristal se llenaba de vaho. Fijó la mirada en los ojos de la máscara del espejo, como si quisiera descubrir quién estaba detrás de ella. Paréntesis, silencio, inhalaba y exhalaba. Abrió la puerta, ¡santo!, ¡santo!, ¡santo!, un zumbido de voces, que venían del fondo del estrecho y oscuro corredor, le ocasionaron algo parecido a los escalofríos. Caminó hacia la luz, ¡santo!, ¡santo!, ¡santo!, -cuántas veces habrá hecho el paseíllo desde la pequeña habitación hasta la luz- con paso lento, inhalaba y exhalaba intentando no pensar. Sin embargo, no podía sacar de su cabeza el pensamiento de que ésa sería su última oportunidad para terminar, de una vez por todas, con la hegemonía del Santo. ¡Santo!, ¡santo!, ¡santo! El corredor quedó atrás, testigo de inhalaciones, exhalaciones y alentadoras voces por parte de su reducida corte. ¡Órale, mi Demonio, nadie como usté! ¡Usté es el bueno, mi Demonio! ¿El bueno?, pensaba, cuando la luz lo engulló, como la ballena a Jonás -Si la ballena hubiera tenido acidez estomacal, seguramente Jonás habría escuchado el estruendo que escuchó el Demonio mientras caminaba por el pasillo que lo llevaba a su destino. ¡Santo, santo, santo!-.

“Pelearán a tres caídas sin límite de tiempo”, avisó el presentador. “En esta esquina, de noventa y seis kilos trescientos gramos, el ángel del infierno, el príncipe de las tinieblas, el precursor de catástrofes, Bluuuu Demon. En ésta otra, del mismo peso, el azote del mal, la reencarnación del bien, el vengador de las causas perdidas, el Enmascarado de Plata, eeeel Santo”.

Tras unos minutos caminando alrededor del ring, estudiándose, como un ballet de arañas, Santo cogió al Demonio de los brazos, a modo de candado, y le aplicó la quebradora (que estriba en levantar al rival y dejarlo caer de espalda sobre la propia rodilla, colocando para ello el cuerpo en posición de súplica, o sea, con una rodilla apoyada sobre el suelo y la otra flexionada en escuadra). El Demonio quedó en el suelo del cuadrilátero, visiblemente turbado. El Santo, aprovechando el momento de confusión, fue a su esquina para subir a la cuerda más alta del ring y se dejó caer sobre el Demonio, con el vuelo del ángel (que consiste en lanzarse, en plancha y con los brazos abiertos, desde lo alto del encordado de una esquina del paralelogramo, y caer sobre la humanidad del rival, preferentemente a la altura del abdomen). ¡Santo!, ¡santo!, ¡santo! El Demonio intentaba ver a través de las rendijas de la máscara, ligeramente desplazadas de la altura de los ojos, mientras pedía inútilmente a su cuerpo que se moviera, pero no lograba enfocar, las luces se difuminaban y el cuerpo no respondía. De pronto, vio la sombra del Santo que caía sobre él. El Demonio parecía más turbado, el Santo se aprovechó y le hizo el alacrán (consiste en colocar al adversario bocabajo, montarse sobre su espalda y, con las dos manos, tirar de su cabeza bruscamente hacia atrás), pero el Demonio ya no oponía resistencia. Al soltar su cabeza, ésta rebotó como un balón contra el suelo. ¡Levántese, mi Demonio!, le gritaron varias veces desde su esquina, pero no se movió. El juez alzó la mano del Santo. “El ganador de esta pelea, eeeeeel Santo” ¡santo!, ¡santo!, ¡santo! Cuando el Santo bajó el brazo, se hizo un silencio sepulcral. El Demonio seguía tendido y sus asistentes no lograban reanimarlo. No respira, un médico, gritó uno. Las imágenes se sucedían hacia atrás en el tiempo, la sombra del Santo, el corredor, la máscara frente al espejo, el autobús (porque, por azares del destino, los luchadores viajan siempre en autobús). Cuando el médico llegó, sólo pudo certificar la muerte, causada por el vuelo del ángel. El silencio fue cediendo lentamente al ruido de los pasos de la muchedumbre, la misma que minutos antes gritaba ¡santo, santo, santo!, se retiraba cabizbaja; con el Demonio había muerto también la secreta esperanza de que alguien terminara con el reinado del Santo. Ahora quién podrá detenerlo, pensó el último en salir, después cerró la enorme puerta.